En los inicios de la industria fonográfica, hacia fines del siglo XIX, el registro simultáneo de banjo y voz constituyó una práctica poco frecuente en el ámbito profesional, a pesar de su extendida presencia en entornos domésticos y de entretenimiento popular. La conjunción de estos elementos —banjo y canto— portaba una fuerte carga cultural afroamericana, heredera de las tradiciones minstrelsy, spiritual y de la canción narrativa, y ofrecía una plataforma expresiva de notable riqueza rítmica y tímbrica. Su escasa representación en los catálogos comerciales de la época temprana no responde a una falta de interés popular, sino más bien a los límites técnicos de las grabaciones acústicas y a los sesgos raciales de la industria naciente (Kenney, 1999; Brooks, 2004).

Uno de los casos más singulares en este sentido es el de Charles Asbury, considerado el segundo artista negro en ser grabado comercialmente (Baker, 2025). Activo a comienzos de la década de 1890, Asbury fue pionero en fusionar banjo y voz en registros fonográficos que anticipaban las lógicas sincopadas que luego serían emblema del ragtime y, en perspectiva más amplia, del jazz. Su estilo, forjado en Florida, revelaba patrones rítmicos no estandarizados y modulaciones expresivas que contrastaban con la rigidez de las transcripciones impresas. A través de las pocas grabaciones que se conservan, es posible entrever una estética interpretativa libre, vital y profundamente arraigada en el lenguaje afroamericano (Seroff & Abbott, 2002).

El desarrollo de este formato continuó —aunque con menor intensidad— en figuras como Len Spencer y Vess Ossman, quienes desde 1897 grabaron una serie de discos para Columbia que conjugaban el canto de Spencer con el virtuosismo banjístico de Ossman. Aunque pertenecientes al circuito blanco del entretenimiento popular, su repertorio se basaba mayoritariamente en “canciones de negros” estilizadas, en las que se ponía en juego una representación ambigua y problemática del imaginario afroamericano (Melnick, 1999; Sutcliffe, 2004). Estos registros, numerados en la serie 7200 del sello, son fundamentales para entender cómo ciertos elementos rítmicos y estilísticos de la música negra comenzaron a ser codificados (y en parte domesticados) por la industria fonográfica.

Hacia la segunda década del siglo XX, esta combinación de voz y banjo empezó a decaer en términos de novedad comercial, aunque fue retomada por intérpretes como Billy Golden y James Marlowe, representantes tardíos del minstrel show, y por el legendario Uncle Dave Macon, ya en los años veinte. Es precisamente en esa década cuando se registra un resurgimiento de las grabaciones con instrumentos de cuerda y voz —especialmente con guitarra—, que darían lugar al primer gran corpus del blues rural y sentarían las bases de muchas de las formas canónicas del jazz (Wald, 2004; Lornell, 2011).

El estudio de estas grabaciones tempranas permite establecer un puente musicológico entre la tradición afroamericana oral y rítmica anterior al ragtime, y la consolidación del jazz como lenguaje musical autónomo. Las primeras combinaciones de banjo y voz no solo anticipan prácticas de improvisación rítmica, fraseo libre y estilización personal que luego serían fundamentales en el jazz, sino que además revelan la lucha por hacerse oír en un sistema fonográfico dominado por filtros estéticos, técnicos y raciales (Spottswood, 1990; Gioia, 2021).

Por Marcelo Bettoni

Bibliografía

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