
El tránsito del ensamble polifónico al protagonismo solista en el jazz de los años 1917–1929 no debe comprenderse únicamente como una innovación musical. También expresa una profunda mutación en las dinámicas sociales, identitarias y culturales de la comunidad afroamericana en el contexto de la posguerra y la modernidad urbana.
La improvisación colectiva de Nueva Orleans, con sus múltiples voces superpuestas, simbolizaba un tejido comunitario heredado de las prácticas africanas de llamada y respuesta y de la vida ritual en las brass bands. La emergencia del solista con nombre propio —Armstrong, Bechet— puede leerse como la afirmación de la individualidad afroamericana en un país que históricamente había negado la subjetividad plena a la población negra. Tal como plantea Ralph Ellison, el jazz funciona como metáfora de la tensión entre “ser parte de la comunidad” y “afirmarse como individuo”.
La consolidación del solo responde a un proceso más amplio: la entrada de la comunidad afroamericana en el espacio moderno y urbano (Chicago, Nueva York). El músico ya no es solo animador de rituales sociales, sino artista-autor, capaz de dejar su “firma” en una grabación reproducible. Esta transformación acompaña la emergencia del Harlem Renaissance, donde intelectuales y artistas afroamericanos buscaban definir una nueva identidad cultural.
La expansión de la grabación eléctrica no solo mejoró la calidad sonora: también permitió mercantilizar la individualidad. El público podía identificar y consumir la “personalidad sonora” de Armstrong o Bechet, lo que transformó al solista en figura pública reconocible, en contraste con la relativa anonimidad del ensemble colectivo. Este fenómeno entronca con la lógica del estrella del espectáculo en la cultura de masas de entreguerras.
Desde una perspectiva sociológica crítica, el solo en el jazz puede interpretarse como un acto de resistencia simbólica. Frente a un sistema que negaba a los afroamericanos voz política y social, la afirmación de una voz instrumental personal —cargada de timbre, vibrato, inflexiones “no normativas” respecto a la música académica europea— constituye una forma de agencia cultural. La improvisación solista, en este sentido, es un espacio de libertad frente a la opresión.
Este giro hacia la centralidad del solista anticipa debates posteriores en el jazz y en la cultura afroamericana: la dialéctica entre la colectividad y la individualidad (swing vs. bebop; big band vs. combo), la tensión entre estructura y libertad, y la continua negociación entre mercado y autenticidad. La voz del solista se convierte en metáfora de la afirmación de identidad en un contexto adverso, un rasgo que seguirá siendo crucial en movimientos posteriores como el free jazz o el hip hop.
Por Marcelo Bettoni