El jazz de Nueva Orleans, a pesar de haber sido frecuentemente relegado por los discursos dominantes del jazz moderno, nunca ha desaparecido. Su vigencia actual puede comprenderse dentro de un proceso de revivalismo musical, entendido como el movimiento que rescata y reactualiza prácticas estéticas vinculadas con un origen histórico (Gioia, 2011). El epicentro simbólico de esta tradición continúa siendo el Preservation Hall, fundado en 1961 en un edificio del siglo XVIII del Barrio Francés. Más allá de su función turística, este espacio se erige como un verdadero dispositivo de transmisión intergeneracional, donde músicos de distintas edades recrean la sonoridad fundacional del jazz y aseguran su continuidad como patrimonio cultural (Tirro, 1993).

Este fenómeno no se limita al ámbito local. El estilo de Nueva Orleans —conocido también como jazz tradicional o Dixieland— ha experimentado procesos de internacionalización y apropiación comunitaria en lugares tan diversos como Brasil, Dinamarca, Japón o Nueva Jersey. En estos contextos, la práctica del estilo se inscribe en lo que algunos autores denominan folklorización urbana: músicas originadas en un marco social específico que, al ser descontextualizadas, adquieren la función de repertorios comunitarios, cultivados tanto por profesionales como por aficionados (Monson, 1996). El jazz de Nueva Orleans se convierte así en una música de raíz, reinterpretada como signo de pertenencia cultural y como vehículo de sociabilidad festiva.

Desde el punto de vista musical, se mantienen sus elementos estructurales más característicos:

Repertorio: himnos, standards tradicionales, marchas procesionales y canciones populares de la tradición criolla y afroamericana.

Instrumentación: trompeta o corneta, clarinete, trombón, banjo, tuba o contrabajo, piano, batería y, ocasionalmente, washboard.

Textura polifónica: la célebre first line, con superposición de melodías improvisadas en simultáneo, verdadero sello identitario del estilo (Gioia, 2019).

Ritmo de marcha: derivado de las brass bands y de los cortejos fúnebres, confiere a la música una impronta procesional y comunitaria (Washburne, 2020).

En el plano performativo, los músicos recurren a una estética visual reconocible —sombreros de paja, tiradores y ligas en las mangas— que actúa como signo de autenticidad. Este recurso puede interpretarse bajo la categoría de “tradición inventada” (Hobsbawm y Ranger, 1983): prácticas que, aunque no siempre correspondan de manera literal a la historia original, funcionan como estrategias de legitimación cultural y como símbolos de continuidad.

El jazz de Nueva Orleans, entonces, no debe pensarse únicamente como un estilo “preservado” frente a la modernidad, sino como un espacio de negociación entre memoria e identidad. Su práctica contemporánea articula tres dimensiones:

Patrimonial: se conserva y transmite como herencia cultural.

Performativa: se reinterpreta y adapta en función de audiencias locales y globales, incluidos circuitos turísticos.

Comunitaria: se practica como acto colectivo de pertenencia, celebración y evocación.

De este modo, más que un vestigio congelado en el tiempo, el jazz de Nueva Orleans se consolida hoy como una tradición viva, que integra el pasado en un presente plural y que, en su propia persistencia, interroga las narrativas evolucionistas del jazz (Gioia, 2019; DeVeaux, 1991).

Por Marcelo Bettoni

Bibliografia

DeVeaux, S. (1991). Constructing the jazz tradition: Jazz historiography. Black American Literature Forum, 25(3), 525–560.

Gioia, T. (2011). The History of Jazz. 2nd ed. New York: Oxford University Press.

Gioia, T. (2019). Music: A Subversive History. New York: Basic Books.

Hobsbawm, E., & Ranger, T. (Eds.). (1983). The Invention of Tradition. Cambridge: Cambridge University Press.

Monson, I. (1996). Saying Something: Jazz Improvisation and Interaction. Chicago: University of Chicago Press.

Tirro, F. (1993). Jazz: A History. New York: W.W. Norton.

Washburne, C. (2020). Latin Jazz: The Other Jazz. New York: Oxford University Press.

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