
Desde sus primeras décadas, el jazz no solo se escuchaba: se veía. La indumentaria de los músicos y las comunidades que lo vivían estaba profundamente ligada a la identidad cultural, la resistencia social y la proyección artística. La ropa se convirtió en un lenguaje visual que transmitía mensajes de dignidad, pertenencia y modernidad, en un contexto marcado por la segregación racial y la transformación cultural de Estados Unidos.
En la Nueva Orleans de finales del siglo XIX y comienzos del XX, especialmente en el entorno del Creole Jazz y las brass bands, muchos músicos afrodescendientes adoptaban trajes formales, corbatas y zapatos lustrados. Esta elección iba más allá de la estética: proyectaba respeto y profesionalismo, desafiando los estereotipos raciales y reclamando un lugar legítimo en la vida cultural de la ciudad. Vestirse con elegancia era un acto de resistencia simbólica.
Las bandas que animaban funerales, desfiles y celebraciones adoptaron uniformes de inspiración militar: gorras de plato, chaquetas oscuras, pantalones a rayas. Esta tradición, heredada de las formaciones posteriores a la Guerra de Secesión, transmitía disciplina, cohesión y orgullo colectivo, convirtiéndose en una marca visual que identificaba a la agrupación en el espacio público.
El vaudeville y las giras itinerantes de principios del siglo XX llevaron al jazz a escenarios donde el vestuario era parte del show. Orquestas como las de Fletcher Henderson, o figuras como Valaida Snow, incorporaban trajes con lentejuelas, plumas y colores vivos. Este despliegue no solo atraía al público: también posicionaba al jazz como parte del entretenimiento moderno, cosmopolita y en sintonía con las tendencias del espectáculo.
En los años 1920, la llamada Jazz Age trajo consigo una moda icónica: trajes cruzados, sombreros fedora y zapatos bicolor (spectator shoes). Para los músicos afroamericanos, adoptar este estilo significaba apropiarse de un lenguaje estético que históricamente había pertenecido a las élites blancas, proyectando sofisticación y seguridad en cualquier escenario.
En el jazz, la ropa también hablaba hacia adentro. Un sombrero inclinado podía transmitir una actitud relajada y cool; un pañuelo de seda, pertenencia a cierto círculo de músicos o clubes; un uniforme, la afiliación a una sociedad fraternal o musical. La vestimenta funcionaba como un código de reconocimiento mutuo y como una extensión del carácter artístico.
La historia del jazz demuestra que la vestimenta fue, desde el principio, un elemento central en la construcción de identidad y en la proyección del músico como figura cultural. Entre el orgullo comunitario, la resistencia a la discriminación y la búsqueda de un estilo propio, la ropa en el jazz se convirtió en un símbolo tan elocuente como la música misma.
Por Marcelo Bettoni
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