
Antes de que el jazz se afirmara como una voz sonora propia, mucho antes de los clubs de Nueva Orleans o las grandes orquestas del swing, las bandas de metales (o brass bands) ya ocupaban un lugar privilegiado en la vida musical de los Estados Unidos. Estas agrupaciones, herederas de las bandas militares británicas, se habían transformado durante el siglo XIX en un fenómeno cultural popular. Tocaban en desfiles, picnics, funerales, campañas políticas y celebraciones patrióticas. Pero también fueron, sin saberlo, el semillero de las futuras formas del jazz.
A diferencia de la orquesta sinfónica —reserva de la élite urbana y académica—, las bandas eran accesibles. Permitían la participación de músicos aficionados y profesionales, desde el carnicero local hasta el maestro de escuela o el zapatero. Un mismo domingo podían tocar en el kiosco de la plaza y al día siguiente en un entierro, desfilando entre el dolor y la celebración.
En el vértice de este mundo se encontraba John Philip Sousa (1854–1932), director de la U.S. Marine Band desde 1880 y figura legendaria en la historia de la música estadounidense. Su visión profesionalizó y expandió los límites del formato banda, dándole una estatura sinfónica. Con su célebre Sousa Band, formada en 1892, recorrió el mundo con un repertorio que incluía marchas, transcripciones de ópera y arreglos de música europea, logrando un nivel de virtuosismo comparable al de las mejores orquestas del continente.
El sousaphone, ese enorme instrumento de metal enroscado, fue diseñado especialmente para él, como una tuba adaptada al formato de marcha. Hoy es inseparable de la imagen de cualquier brass band de Nueva Orleans.
Pero tan importante como el legado de Sousa fue el papel que jugaron las bandas dentro de las comunidades afroamericanas. En un país marcado por la segregación racial, estas bandas ofrecían espacios de expresión, pertenencia y profesionalización para músicos negros, que muchas veces quedaban excluidos de los circuitos “respetables”. Además de crear música, estas agrupaciones cumplían funciones sociales: ofrecían seguros funerarios, apoyo mutuo y oportunidades para jóvenes talentos.
Es en este marco que deben entenderse figuras como Buddy Bolden, que a fines del siglo XIX ya introducía una forma más libre, improvisada y rítmica de interpretar dentro de las bandas. Las marchas se fusionaban con blues, ragtime, música criolla y espiritual negro, dando origen a una sonoridad nueva, vital y transformadora: el jazz.
Una de las herencias técnicas más significativas que el jazz tomó de las bandas fue la forma de marcha. Compuestas en secciones de 16 compases —llamadas strains—, estas marchas se organizaban con repeticiones encadenadas: A A B B C C D D. La tercera sección (C), conocida como trío, solía cambiar de tonalidad (hacia la subdominante) y prolongarse hasta los 32 compases. Esta estructura influenció directamente el desarrollo de las formas corales del ragtime y, más tarde, las primeras formas compositivas del jazz tradicional.
También el repertorio de baile de las bandas —con ritmos como el two-step, el cakewalk o el 6/8 shuffle— fue clave para el swing inicial. “The Washington Post” de Sousa, con su ritmo enérgico y vivaz, era una de las favoritas en los salones. Los instrumentos de viento —corneta, trombón, clarinete— se convirtieron en pilares sonoros del jazz, mientras que el bombo, la caja y los platillos evolucionaron hacia la batería moderna.
Las brass bands afroamericanas no desaparecieron con la irrupción del jazz moderno. Sobrevivieron como una tradición viva en Nueva Orleans, vinculada a las ceremonias fúnebres y a los second lines, esas procesiones festivas que celebran la vida con música. Esta práctica, aún vigente, es un símbolo de resistencia cultural afrodescendiente y un recordatorio del carácter híbrido, comunitario y ceremonial del jazz en sus raíces.Y en ese sonido vibrante y plural, siguen latiendo las semillas del jazz.
Por Marcelo Bettoni
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