Entre las muchas fuentes que alimentan el río sonoro del jazz y la música afroamericana, una de las más poderosas y a menudo subestimadas es la forma de predicar de los ministros afrodescendientes del sur de los Estados Unidos. Esta tradición oral, forjada entre la Biblia, la lucha cotidiana y la vibración comunitaria, no solo transmitía un mensaje espiritual: moldeaba una estética. El tono, el ritmo, la repetición, el llamado y la respuesta, la intensidad emocional y el poder de la palabra se transformaron en cimientos expresivos de
La predicación en las iglesias bautistas y metodistas negras del sur, especialmente desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, adoptaba una forma dramática y musicalizada. El predicador no leía: entonaba. No hablaba: cantaba, exclamaba. La voz se elevaba, gemía, se quebraba, volvía. Se gesticulaba. Se repetía una frase como mantra: “¡Can I get a witness?” El público respondía: “¡Amen!” o “Yes, Lord!”
Este fenómeno es inseparable del contexto histórico: comunidades sometidas a siglos de esclavitud, segregación y violencia, que encontraron en la iglesia un espacio de catarsis, expresión y resistencia. Allí, la voz del predicador encarnaba algo más que un guía espiritual: era un acto de afirmación cultural.
El gospel, tal como emergió en las primeras décadas del siglo XX, especialmente con figuras como Thomas A. Dorsey, Mahalia Jackson y Sister Rosetta Tharpe, tomó prestados no solo los contenidos espirituales de la predicación, sino también su forma expresiva. Mahalia Jackson, por ejemplo, cantaba como predicaba un pastor: su fraseo estaba marcado por el énfasis emocional, el uso de pausas dramáticas, el crescendo, la súplica.
En el blues, aunque menos directamente religioso, aparece esta huella en la manera de “decir” la canción. Cantantes como Bessie Smith, Blind Willie Johnson o incluso más adelante Ray Charles, llevan la cadencia y el dramatismo del sermón a sus interpretaciones. El “shout”, el “moan”, el “holler” son formas de comunicación sonora que derivan de esa tradición oral. En el Delta o en el Sur rural, el bluesman muchas veces era una especie de predicador secular: hablaba de la vida, del dolor, de la injusticia, del deseo, con la intensidad y autoridad de quien oficia una misa profana.
El jazz, sobre todo en su fase más temprana (New Orleans, Chicago), incorpora esta expresividad en sus prácticas interpretativas. No se trata solo de los cantantes, sino también de los instrumentistas. Louis Armstrong es un claro ejemplo: su manera de frasear, de modular, de jugar con la voz y con la trompeta, tiene raíces evidentes en la estética de la predicación sureña. Su scat es puro sermón liberado de palabras.
Más adelante, músicos como Charles Mingus o John Coltrane, cada uno a su manera, profundizaron esta conexión entre lo espiritual y lo musical. Mingus, en obras como Better Get It in Your Soul, incluye gritos, palmas y una estructura que remite abiertamente a un servicio religioso. Coltrane, sobre todo en A Love Supreme, estructura la obra como una
La predicación sureña afroamericana no fue solo una forma de comunicar el Evangelio, sino una pedagogía estética y emocional que permeó la cultura musical negra. Esta tradición configuró un modo de decir y de sentir, de improvisar y de convocar, que moldeó el alma del blues, del gospel y del jazz.
Este y otros temas —como el papel de la espiritualidad, las raíces africanas, o la relación entre música y resistencia cultural— se desarrollan en profundidad en mi libro Las Rutas del Jazz, un recorrido histórico, musical y perceptivo por el corazón del género. Una invitación a escuchar no solo con los oídos, sino también con la memoria y el alma.
Por Marcelo Bettoni
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