En la historia del jazz, pocas ciudades poseen el poder simbólico y real de Nueva Orleans. Su atmósfera portuaria, multicultural y musicalmente hiperactiva forjó, entre los siglos XIX y XX, un terreno fértil para la gestación del jazz. Sin embargo, mucho antes de que este nuevo lenguaje musical cobrara forma definitiva, una serie de antecedentes estilísticos, sociales y rítmicos ya circulaban por las calles, los salones y los prostíbulos de la ciudad. Entre ellos, el legado del pianista y compositor Louis Moreau Gottschalk y la posterior figura de Jelly Roll Morton funcionan como puntos clave en una genealogía posible del jazz.
Nacido en 1829 en el seno de una familia criolla de Nueva Orleans, Gottschalk fue un niño prodigio que terminó sus estudios musicales en París. Allí fue alabado por figuras como Chopin, Berlioz y Liszt. Sin embargo, su obra pronto se apartó del modelo romántico europeo al incorporar ritmos afrocaribeños y melodías populares de su ciudad natal. Obras como “Bamboula”, “Le Bananier” o “La Savane” dan cuenta de una profunda conexión con la tradición musical africana y antillana, especialmente en el uso anticipado de patrones rítmicos sincopados que más tarde se volverían centrales en el ragtime y el jazz.
En Gottschalk encontramos no solo una fusión musical innovadora, sino también una sensibilidad ante la diversidad cultural. Su música anticipa el ethos del jazz: la hibridez, la permeabilidad de fronteras entre lo popular y lo culto, entre lo africano, lo europeo y lo americano. En muchos sentidos, fue un pionero del sincretismo que más tarde definiría al jazz.
La ciudad en la que Gottschalk creció y que más tarde vio surgir a Jelly Roll Morton era, hacia finales del siglo XIX, un epicentro de culturas superpuestas. Criollos, afroamericanos, inmigrantes europeos y caribeños convivían en una urbe atravesada por múltiples formas de expresión musical. En los cafés-concert, en las iglesias, en los desfiles y en los prostíbulos de Storyville se escuchaban marchas militares, ragtime, blues, cánticos religiosos, habaneras, danzas criollas y valses europeos, a menudo reinterpretados por bandas locales que no dudaban en añadir improvisación, swing o acentos rítmicos inesperados.
Es en este entramado donde el jazz comienza a tomar forma, no como invención súbita, sino como resultado histórico y social de la confluencia entre tradiciones. La música de Nueva Orleans no puede ser entendida sin esta complejidad cultural que se expresaba también en sus prácticas musicales: la polirritmia, el fraseo libre, la improvisación colectiva y la mezcla de géneros eran elementos cotidianos en la ejecución.
Ferdinand Joseph LaMothe, más conocido como Jelly Roll Morton, nació en 1890 en Nueva Orleans y fue una de las primeras figuras en sistematizar lo que empezaba a llamarse jazz. Pianista, compositor, arreglador y cronista de su época, Morton se proclamaba “el inventor del jazz”, una afirmación discutida pero que refleja su papel central en la consolidación de un nuevo estilo.
En su obra se advierte la influencia de Gottschalk —a menudo indirecta, pero estructural— en el uso de ritmos caribeños y danzas afroamericanas. Morton fue el primero en hablar del “Spanish tinge”, esa cualidad rítmica tomada de la habanera o del tango, que él consideraba esencial para lograr el auténtico sabor del jazz de Nueva Orleans. Su pieza “The Crave”, por ejemplo, muestra de manera elocuente esta fusión entre lo afrocaribeño y el ragtime.
Pero más allá de las citas estilísticas, Morton aportó una noción organizativa al jazz: escribió arreglos, formalizó estructuras, y articuló un lenguaje musical que conjugaba la libertad improvisatoria con un marco compositivo claro. Su trabajo con la Red Hot Peppers, grabado en Chicago en los años 20, muestra una madurez artística y conceptual pocas veces alcanzada en la historia temprana del jazz.
Desde las composiciones de salón cargadas de síncopas de Gottschalk, pasando por la efervescencia cultural de Nueva Orleans, hasta los arreglos meticulosos de Jelly Roll Morton, se traza un hilo de continuidad histórica que ayuda a entender el surgimiento del jazz no como mito, sino como proceso. Se trata de un fenómeno musical y cultural que responde a una historia de mestizaje, colonización, resistencia, migraciones y creatividad colectiva.
Al recuperar estas figuras, la historia del jazz se expande más allá de su fecha simbólica de nacimiento. El jazz no comenzó con una trompeta en 1917, sino con un piano que tocaba habaneras en 1850. Recordarlo no solo revaloriza las raíces invisibles del género, sino que también nos obliga a pensar el jazz como una forma viva de memoria cultural.
Por Marcelo Bettoni