El grito de la tierra: Belton Sutherland y el eco ancestral del blues

En una modesta granja del condado de Madison,
Mississippi, el 3 de septiembre de 1978, la cámara de Alan Lomax, junto a John
Bishop y Worth Long, capturó mucho más que una escena rural. Lo que registró
fue un testimonio ancestral: el canto de Belton Sutherland, un trabajador afroamericano que, sentado en el
porche de Clyde “Judas” Maxwell, dejó escapar un field holler –ese lamento vocal, crudo y sincero, que prefigura el
nacimiento del blues y, por extensión, el alma del jazz.

El clip forma parte del monumental archivo de American
Patchwork
, uno de los proyectos etnográficos más ambiciosos del siglo XX.
Lomax, infatigable recolector de músicas del pueblo, había regresado al sur
profundo para capturar lo que quedaba de una tradición oral que se desvanecía
con el paso del tiempo y el avance de la modernidad. Allí, encontró en
Sutherland a un cantante espontáneo, que no necesitaba escenarios ni
acompañamientos sofisticados para conmover. Con una guitarra acústica en mano,
entre sonidos de grillos y gallinas, cantó como si dialogara con la tierra.

El field
holler
, o grito del campo, no es una canción en el sentido tradicional.
Es una emisión libre, a menudo sin métrica fija ni estructura armónica
definida, nacida del trabajo forzado en las plantaciones del sur esclavista.
Era una forma de comunicación, catarsis y expresión individual, muchas veces
solitaria, que los hombres y mujeres esclavizados empleaban para sobrellevar
las duras jornadas agrícolas.

Estos lamentos, por su flexibilidad melódica y su
carga emocional, se consideran antecesores directos del blues, y por consiguiente, del jazz. Su influencia se rastrea en la forma en que Bessie Smith
frasea, en los falsetes de Skip James, o en la intensidad vocal de Mahalia
Jackson. Pero también está presente, como eco subterráneo, en los solos de
saxofón de John Coltrane o en las cadencias expresivas de Miles Davis. El holler
es raíz, resistencia y resonancia.

La interpretación de Belton Sutherland es
particularmente poderosa por su contexto tardío. En 1978, el blues ya había
electrificado a Chicago, viajado a Inglaterra, y había sido absorbido por el
rock, el soul y el jazz. Sin embargo, lo que él ofrece es anterior a todo eso:
un blues casi sin blues, un canto desnudo y urgente que recuerda que antes de
los clubes, los discos y las partituras, existía el cuerpo humano enfrentado al
mundo.

Su música, sin saberlo, dialoga con el universo
jazzístico: la improvisación vocal, el fraseo irregular, la intensidad del feeling.
Escuchar a Sutherland es recordar que el jazz no surgió como producto de una
elite artística, sino como expresión profunda de comunidades marginalizadas que
hicieron de la voz, el ritmo y la memoria herramientas de supervivencia y
belleza.

El documental American Patchwork es parte de un
proyecto más amplio de Lomax por preservar las tradiciones culturales de
Estados Unidos. Allí encontramos cantos de trabajo, blues rurales, rituales
afroamericanos y, como en el caso de Sutherland, muestras puras de un lenguaje
musical anterior a la industria. Gracias a ese trabajo, hoy podemos observar
–más que oír– a Belton Sutherland: podemos ver cómo respira, cómo pulsa las
cuerdas, cómo deja caer cada palabra con un peso emocional que no admite artificios.

En un tiempo de saturación sonora y sobreproducción,
el canto de Sutherland es un recordatorio esencial: que el arte puede ser
simple, directo y trascendente. Y que, en el corazón del jazz, sigue latiendo
un grito: un field holler que resuena desde los campos de algodón hasta
los clubes de Nueva York.

Para ampliar este tema, sus
vínculos con los orígenes del jazz y las tradiciones afroamericanas, podes
consultar mi libro Las Rutas del Jazz disponible en librerías
especializadas y en el blog complementario.

Por Marcelo Bettoni

 

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